Nos entregábamos al estupor de los juegos de sombras, nos reíamos de las palomillas buscando sin remedio tomar para sí la media luz de un sol artificial colgado en un poste en el jardín.
Nos hacíamos polvo, si cariño, polvo extraviado, lejos de su origen - si es que éste tuviese uno en común - polvo sin nombre, sin olor, sin sueño.
Y queda viva en mí - reverberante, fuerte, cálida- la eterna danza tamborileante de las llamas que apagamos una a una en cada templo que pisamos, cada hogar que visitamos, cada corazón que tocamos. Sin estación, sin Dios del Tiempo, sin -inocentemente- nada. ¿Lo recuerdas tú, lo recuerdas?
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